
Ya he asumido que la mayoría de orientaciones utilicen el término inteligencia emocional únicamente como una expresión biensonante, en lugar de defender las emociones como LA INTELIGENCIA que ha hecho posible la evolución y supervivencia de las especies desde mucho antes que apareciera la inteligencia racional.
Ya me he acostumbrado a que las emociones, supuestamente inteligentes, sean para muchos algo a vencer y acallar, a sustituir por sensaciones más cómodas en lugar de considerarlas como información corporalmente sentida de nuestros anhelos, carencias e intereses, con la función de orientarnos hacia decisiones adecuadas.
Pero me sigo quedando boquiabierta, y por más tiempo que pasa no lo supero, cada vez que se enfoca la inteligencia emocional como un arma de depredación social que cuanto más se domina más aptos nos hace frente al enemigo. Esta visión americanada y excesivamente extendida promete a la persona emocionalmente inteligente un triunfo, no sobre sus valores únicos e idiosincrásicos, sino sobre aquellos socialmente impuestos; léase el éxito laboral, económico y social.
Mi propuesta entorno a la inteligencia emocional no fabrica robots, capaces de ofrecer descorazonadas respuestas correctas a las situaciones. Lo que yo ofrezco es una brújula que sirva a las personas para construir una vida de valor en función de su propia idiosincrasia. Una brújula que gira al ritmo de una escucha interna honesta para señalarnos el camino de la autoexpresión y el desarrollo de nuestras potencialidades.